Andaba un pobre loco por las calles de un vetusto pueblo olvidado por Dios. Porque en su infancia un perro lo había mordido, el orate había desarrollado terrible aversión hacia los canes, así que llevaba siempre sobre su cabeza una pesada roca y cuando veía un perro se la dejaba caer encima poniéndole fin así a la vida de muchos de esos fieles amigos del hombre.
Como casi siempre mataba perros callejeros nadie había le prestaba demasiada atención a su manía. Pero ocurrió que una aciaga tarde el perro de un acaudalado terrateniente escapó de sus ataduras y tuvo la mala fortuna de tropezarse con el loco en un sombrío callejón.
Era un perro de raza podenco. Animal muy valioso y al que su amo apreciaba sobremanera por su destreza en las faenas de cacería.
Enterado el señor de que su linajudo perro había sucumbido bajo la laja del orate lo demandó ante el juez que, bien pagado, declaró culpable al reo y lo condenó a una larga pena tras las rejas.
Los años de cautiverio envejecieron al pobre loco, lo flaquearon y le hicieron crecer larga barba y cabellera, pero no lo curaron de su locura, por lo que al ser devuelto a la libertad, se consiguió otra roca y continúo su ardua labor de mataperros. Solo que ahora miraba bien a sus víctimas antes de asestarle el golpe fatal y si se le parecían en algo al can del ricacho se decía: “¡Cuidado, es podenco!” y el faldero se salvaba.
jueves, 8 de mayo de 2008
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