Foto: Gilberto González García |
Un sonido lejano en el tiempo y el espacio trae
reminiscencias de infancia. Una dinastía que creíamos extinta, pero que con el
incremento de las formas de trabajo no estatales ha resurgido, trayendo incluso,
nuevas iniciativas.
Son los amoladores ambulantes que transitaban las calles de La Habana empujando peculiares carretillas de una sola rueda que al voltearse quedaban convertidas en máquinas de afilar movidas por un pedal.
Son los amoladores ambulantes que transitaban las calles de La Habana empujando peculiares carretillas de una sola rueda que al voltearse quedaban convertidas en máquinas de afilar movidas por un pedal.
Eran personajes singulares y hasta un poco mágicos por su
tradición de anunciarse con música. Ya desde lejos llegaba la sencilla melodía,
arrancada a una pequeña armónica de juguete y que llamaba a asomarse a la ventana
para ver como arrancaban estrellas amarillas del duro acero al frotarlo contra
la rueda de áspera piedra.
Ceremonioso, invertía su carretilla, pasaba la correa por las ruedas motrices y comenzaba a pedalear parsimoniosamente, mientras movía con cuidado, sobre la piedra giratoria, la tijera con que la abuela arreglaba las muy usadas ropas para darles nueva vida o el viejo cuchillo con el que la mamá pelaba las viandas para el ajiaco. Después, el afilador probaba el filo en unos pedazos de tela que colgaban de su máquina.
Los amoladores ambulantes eran personajes imprescindibles en la urbe capitalina, que no por inesperados eran menos bienvenidos. Cuando anunciaban su llegada con la armónica las amas de casa salían enseguida con la tijera o el cuchillo de la cocina.
Recientemente vuelven a transitar por los barrios quienes se han percatado de la importancia de este humilde oficio y han optado por hacer girar la rueda para brindar ese imprescindible servicio a las familias.
Algunos han innovado y, en lugar de la carretilla de una rueda utilizan bicicletas adaptadas, aunque se mantiene el origen muscular de la fuerza motriz y el continuo peregrinar por las calles en busca de clientes. Otra cosa no ha cambiado en los tradicionales amoladores ambulantes: la costumbre de anunciarse con la música de una sencilla armónica de juguete.
Ceremonioso, invertía su carretilla, pasaba la correa por las ruedas motrices y comenzaba a pedalear parsimoniosamente, mientras movía con cuidado, sobre la piedra giratoria, la tijera con que la abuela arreglaba las muy usadas ropas para darles nueva vida o el viejo cuchillo con el que la mamá pelaba las viandas para el ajiaco. Después, el afilador probaba el filo en unos pedazos de tela que colgaban de su máquina.
Los amoladores ambulantes eran personajes imprescindibles en la urbe capitalina, que no por inesperados eran menos bienvenidos. Cuando anunciaban su llegada con la armónica las amas de casa salían enseguida con la tijera o el cuchillo de la cocina.
Recientemente vuelven a transitar por los barrios quienes se han percatado de la importancia de este humilde oficio y han optado por hacer girar la rueda para brindar ese imprescindible servicio a las familias.
Algunos han innovado y, en lugar de la carretilla de una rueda utilizan bicicletas adaptadas, aunque se mantiene el origen muscular de la fuerza motriz y el continuo peregrinar por las calles en busca de clientes. Otra cosa no ha cambiado en los tradicionales amoladores ambulantes: la costumbre de anunciarse con la música de una sencilla armónica de juguete.
Al verlos, al transeúnte de cierta edad pueden llegarle
reminiscencias de infancia, acompañadas con aquel verso de Aquiles Nazoa: “Creo en el amolador que vive de fabricar
estrellas de oro con su rueda maravillosa”.
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