Canelo fue un perro especial en mi vida
infantil. Era un animalito con una inteligencia superior al promedio de los
individuos de su especie; y no porque aprendiera con facilidad esos trucos
propios de los perros, como sentarse, rodar o hacerse el muerto; no, su
inteligencia era más profunda y cercana al raciocinio.
Su historia comienza cuando se apegó a
un vecino al que siguió desde más de dos kilómetros de distancia, corriendo
detrás de su auto. Aunque a todas luces el perro no tenía una raza definida, el
vecino decidió adoptarlo pensando que le ayudaría a librarse de las molestas
ratas que merodeaban su casa.
No obstante, a pesar de sus virtudes,
si alguna deficiencia tenía era, precisamente, que no sabía como localizar o
dar caza al más insignificante de los roedores. Por ello mi vecino lo repudió y
en muy pocos días comenzó a urdir planes para librarse de él.
En mi casa ya había otros tres perros,
además de varios gatos, y a mi madre no le hacía mucha gracia la idea de tener
que hacerse cargo de otro animal, aunque Canelo –que a la sazón todavía no
había sido bautizado– pasaba gran parte del tiempo en mi casa, porque el cruel
vecino lo espantaba a golpes de la suya.
Así las cosas, el individuo, de cuyo
nombre no me acuerdo ni quiero acordarme, se llevó al perro en varias ocasiones
y lo dejó abandonado en distintos lugares, pero el animalito siempre retornaba
porque, además, era un ejemplo de fidelidad.
La última de las veces el viaje fue
nada menos que hasta la ciénaga de Zapata, donde el vecino gustaba de pasar los
fines de semana para pescar y cazar. Para dificultar lo más el posible regreso
del cánido, en esa ocasión fue transportado dentro de un saco en el el maletero
del auto.
Pero aún así, tres meses después,
famélico y con las uñas desgastadas, se apareció en la puerta de mi casa. Ante
aquella irrefutable prueba de inteligencia, perseverancia y fidelidad, mi madre
decidió adoptar definitivamente al perro para salvarlo de la perversidad del
vecino.
Parecía que mi nuevo mejor amigo canino
había tenido un dueño anterior y un nombre, y yo, niño al fin, me empeñé en
averiguarlo; así que comencé a recitar posibles nombres de perros en su
presencia hasta que observé su reacción al decir “Canelo”. Después de probar
varias veces el mismo juego deduje que esa sería la forma de llamarlo.
En aquel momento estaba convencido –y
aún continúo arrastrando la duda– de que quizás no era que ese había sido su
nombre anterior, sino que simplemente fue el que le gustó.
Canelo y yo éramos inseparables, y lo
fuimos por muchos años, hasta el punto de que cuando yo salía de la casa él me
acompañaba en mis andadas por el barrio; iba conmigo hasta la escuela, o la
parada del ómnibus y luego regresaba solo a casa.
Era un perro excepcional, disciplinado,
respetuoso de su lugar en la manada de la que los humanos de la casa –según su
modo de ver– también formábamos parte. Excelente guardián, aunque no agresivo
con las visitas y, sobre todo, amable y cariñoso con la familia y especialmente
conmigo.
No recuerdo en qué forma salió de
nuestras vidas. Quizás por ser un recuerdo muy triste, mi mente decidió
borrarlo después del medio siglo transcurrido desde entonces. Me esfuerzo por
pensar que –al igual que en la canción de Alberto Cortez– “Se bebió de un golpe
todas las estrellas, se quedó dormido, y ya no despertó”.
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