jueves, 11 de junio de 2015

La vergüenza de íberos ante britanos


Grabado que ilustra el asedio a La Habana por parte de la Armada inglesa

Uno de los episodios más vergonzosos para el rey Carlos III de España debe haber sido, indudablemente, la ocupación de La Habana por parte de las fuerzas armadas inglesas, ocurrida en el mes de agosto de de 1762.

La capital de Cuba, por su ubicación geográfica, era una de las joyas de la corona ibérica, pues servía de enlace marítimo, puerto de reabastecimiento y carena de los buques que regresaban a la metrópoli cargados con las riquezas saqueadas en la región que hoy abarcan la América Central y gran parte de Suramérica, incluyendo a la propia Cuba.
Parece que las defensas militares de los españoles no eran muy buenas, así como sus servicios de inteligencia, pues hacía solo cinco años que el almirante inglés Charles Knowles, gobernador de Jamaica, había visitado la capital cubana como gesto de buena voluntad, aprovechando una tregua entre dos períodos de guerra de Inglaterra contra España.
El oficial fue recibido por el gobierno local y con sus parabienes recorrió la ciudad, sus alrededores y fortificaciones sin que las autoridades coloniales se percataran de que estaba recabando información mediante una minuciosa labor de espionaje que facilitó luego el asedio y conquista de La Habana.
Desde hacía tiempo, Cuba, y en especial su ciudad cabecera, habían estado en el punto de mira de los ingleses para utilizarla como trampolín en sus aspiraciones de dominar militar y políticamente el Caribe.
Ya desde época tan temprana como el año 1565 algunos piratas y corsarios ingleses como Francis Drake y Henry Morgan habían merodeado las costas de la villa de San Cristóbal, con el sable entre los dientes; una escuadra del vicealmirante inglés Edward Vernon había aparecido, en 1739, frente al poblado de Guanabo y al año siguiente frente al mismísimo puerto de La Habana. Más tarde, en 1741, se apoderó de la bahía de Guantánamo donde fundó una colonia nombrada Cumberland, que le sirviera de apoyo logístico para tomar Santiago de Cuba por tierra. Pero condiciones desfavorables impidieron estas tentativas.
En agosto de 1761 el soberano español, Carlos III, pactó con su homólogo francés, Luis XV, y eso era más de lo que el Gobierno inglés podía soportar; no solo porque Francia había sido enemiga tradicional de Inglaterra, sino porque también afectaba importantes intereses económicos y políticos de esta última.
Y, aunque reza el refrán que “guerra avisada no mata soldados” y el monarca ibérico sabía la tormenta que se avecinaba y se ocupó de reforzar el potencial bélico de sus tropas de tierra y mar, no pudo evitar que las fuerzas comandadas por Lord Albemarle tomaran La Habana después de un asedio que se inició el 6 de junio de 1762.
Las fuerzas invasoras contaban con 51 navíos de diversa índole, armados con dos mil 292 piezas de artillería, además de 150 transportes, que conducían a más de 12 mil soldados veteranos a los que se sumaban los ocho mil 226 miembros de las tripulaciones y dos mil peones negros, a los que debían sumarse otros cuatro mil soldados provenientes de Nueva York y Charlestown, que totalizarían más de 26 mil hombres sobre las armas.
Para reforzar las defensas habaneras la metrópoli designó como Capitán General de la Isla de Cuba al mariscal de campo Juan del Prado Malleza Portocarrero y Luna, quien arribó a la ciudad el 7 de febrero de 1761, no sin antes haber realizado casi un año de gestiones y estudios con dos importantes ingenieros franceses.
La Habana estaba protegida por baluartes de mediana altura, construidas durante el reinado de Carlos II para defenderla de los ataques de los piratas que infestaban las aguas caribeñas.
Además existan nueve fortificaciones sin terraplén ni parapetos, y solamente tenían foso en algunos trechos, próximos a La Punta, hacia el oeste de la bahía, donde se alzaba el Castillo de San Salvador de La Punta, con muros bajos y de poco espesor, mientras que al otro lado de la boca, sobre una elevada lengua de tierra se hallaba Castillo de los Tres Reyes del Morro, una de las mejores obras militares construidas por la metrópoli española en América.
No obstante, el Morro tenía como debilidad a la loma de La Cabaña, una elevación colindante y sin fortificación que dominaba el terreno.
La defensa de la ciudad contaba con 850 hombres del Regimiento de Infantería de La Habana a los que se sumaban cuatro compañías del Cuerpo de Dragones de La Habana compuesto por 54 soldados a caballo y 21 a pie.
Además, para mediados de 1761 habían arribado a La Habana algo más de mil 400 efectivos como refuerzo, ante los requerimientos del Capitán General. Y nos olvidemos del destacamento de 70 criollos, organizado un día después del desembarco inglés, por el valeroso guanabacoense José Antonio Gómez de Bullones, más conocido como Pepe Antonio, quien estrenó el machete como arma de combate que luego fuera usado habitualmente por los mambises.
También participaron en la defensa 500 milicianos y 150 esclavos, al mando del coronel Don Luis José de Aguiar, quienes se defendieron valientemente sus posiciones en la boca de la Chorrera, hasta que la defensa se hizo imposible por la superioridad enemiga.
En cuanto a la artillería, solo se contaba con 340 cañones, de los cuales únicamente 107 estaba totalmente operativos. A estos se sumaron 69 enviados por el virrey de Nueva España.
El Capitán General, Juan del Prado, trajo también consigo una fuerza naval compuesta por una escuadra de seis navíos de línea.
Los ingleses desembarcaron el 6 de junio en las inmediaciones del poblado de Cojímar y con quien primero tropezaron fue con Pepe Antonio, cuya fuerza sostuvo varias escaramuzas con los invasores y se calcula que durante un mes, aproximadamente, les causó unas 300 bajas y les tomó dos centenares de prisioneros.
No obstante la encarnizada defensa llevada a cabo por las fuerzas españolas y las milicias, las tropas inglesas fueron ganando terreno y ocupando posiciones hasta que, dos meses después del desembarco, conquistaron la fortaleza del Morro y unos días después La Habana levantaba la bandera blanca el 11 de agosto.
La ocupación rindió jugosos frutos a las autoridades británicas. Primero porque debilitaron considerablemente a las fuerzas armadas españolas y segundo porque les aseguraron un elevado botín compuesto por numerosas armas ligeras y de artillería, municiones y pertrechos, así como más de tres millones de libras esterlinas en plata, tabaco y otras mercancías que sacaron de los almacenes de la Habana. Por último les permitió adueñarse de la península de la Florida, cuyo dominio les cedió España a cambio de que abandonaran La Habana.
Para los cubanos, las consecuencias de la ocupación –que se alargó por 11 meses– fueron diversas; muchos pasaron hambre, mientras que otros, sobre todo los productores y comerciantes, se beneficiaron al poder comprar y vender sus mercancías con mayor libertad y mejores precios. Luego que los ocupantes abandonaran la plaza, ya nada sería igual en La Habana… ni en Cuba.

Con información de EcuRed

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